Por Gustavo Martín Manzano
Hay momentos en la vida de un deportista que determinan su futuro en este mundillo, etapas de su carrera en las que concurren una serie de factores y circunstancias que le llevan a una encrucijada de la que es difícil salir. Esta situación no sólo está provocada por causas estrictamente concernientes a su especialidad deportiva, sino que también influyen factores tanto externos como internos que inciden en el individuo en cuestión.
Podemos decir que Rafa Nadal está ahora mismo afrontando esta delicada experiencia. El que ha protagonizado gran parte de los mayores éxitos deportivos españoles del último lustro, llegando el año pasado al cénit del tenismo, con la consecución del primer puesto en la lista de la ATP, cosechaba títulos a un ritmo vertiginoso y, dada su juventud, nos hacía presagiar una gloria si cabe mayor durante los años venideros.
Sin embargo, este año no está resultando como se esperaba. A una interminable sucesión de molestias físicas que le han impedido rendir al 100%, la derrota ante Federer en la final del Masters de Madrid y su temprana eliminación en su torneo talismán hasta entonces (Roland Garros) parece que han lastrado su espíritu ganador; aunque si algo puede haber perjudicado a su ánimo muy significativamente es, sobre todo, la separación de sus padres, que ni siquiera fueron juntos a verle recoger el Premio Príncipe de Asturias.
Es ahora, en la final de la Copa Davis, cuando toca reaccionar. Tras no ganar ni un sólo set en los tres partidos del último torneo (la Copa de Maestros), y arrastrar nuevamente ciertos problemas físicos, parece que no es el mejor momento para resurgir. Sin embargo, es el momento justo para dar un golpe sobre la mesa y demostrar que sigue siendo a pesar de todo el número dos del mundo y el futuro inmediato del tenismo. ¡Vamos Rafa!
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